miércoles, 4 de noviembre de 2009

LA LIBERTAD PROSTITUIDA por Antonio Álvarez Solís



No hay nada que agravie tanto a una recta conciencia como observar en su entorno los restos de una libertad prostituida. Y esa es, precisamente, la historia de nuestra época: una historia de conciencias agraviadas. Los últimos cien años se han caracterizado por una creciente incapacidad para reaccionar frente a esos agravios, que han sido recibidos muchas veces en silencio como verdades inevitables aunque dolorosas y aceptados hasta convertirlos en la razón suficiente de nuestro modo de existencia. Ha sido un siglo de ruina de la personalidad, un siglo de sumisión. Una voluntad vicaria de aceptación ha suplantado a la voluntad real de libertad y con ello la libertad liberadora ha ido apagándose como máximo valor creativo de sociedad. De la libertad dice Ferrater en su «Diccionario de Filosofía» que ha de entenderse básicamente como posibilidad de autodeterminación, como capacidad de elección, como ausencia de interferencia, como liberación frente a algo... Una característica identificadora de la verdadera libertad, también arruinada en esa ceremonia de la confusión a que se ha entregado el poder, es su fructífera indeterminación, esto es, su posibilidad de alumbrar lo más audaz y, sobre todo, su fragilidad ante cualquier manipulación que quiera subordinarla a un interés opresor. La libertad lo es siempre que se dé en plenitud. No se es libre si la libertad es matizada al servicio de un poder institucional, si es viciada con cualquier tipo de unilateralidad. La libertad es un recipiente paradójicamente sin paredes. Mucho menos soporta la libertad la violencia que la tornasole o la califique. La plena libertad necesita en el terreno político, por ejemplo, la plenitud de ejercicio por parte de la plenitud de la ciudadanía. Mientras un solo ciudadano no pueda expresar lo que cree la libertad se torna imposible. No hay límite para la libertad como tal sino, en cualquier caso y procediendo con prudencia infinita, límite a los resultados de la misma, siempre que esos resultados impidan la libre expansión de la libertad, que ha de quedar siempre subsistente. Esa realidad de ilimitación que contiene la libertad es absolutamente imprescindible para que la práctica ideológica pueda desbrozar caminos y crear rutas de expansión humana. Las ideas son fruto de esa libertad infinita en su esencia y el ser humano es fruto de las ideas. Si esto no se acepta así deviene de inmediato la prostitución de la libertad.

Es lamentable el espectáculo actual que protagonizan todos los poderes en la degradación de la libertad. La carencia de nobleza esencial en el ejercicio político, tan abrumadora hoy, y la escasez de contención formal en ese ejercicio desvelan la agonía en que se debate la libertad. Cientos de pueblos son degradados en su existencia, millones de individuos están reducidos a la servidumbre material y espiritual. No hace falta que busquemos el ejemplo en tierras alejadas de nuestra realidad geográfica. En la Europa que dice protagonizar las construcciones del humanismo las sevicias con que se trata a individuos y naciones son perfectamente visibles y producen un agusanado horizonte moral. Naciones que tuvieron una existencia vigorosa como dueñas de sí mismas yacen hoy aherrojadas y han de recurrir a una lucha cruel y extrema para salvarse de la destrucción final. España contiene ejemplos fácilmente verificables de esto que afirmamos. Al servicio de estas injurias y con la finalidad de asear la cara del sistema se ponen nutridos repertorios de leyes con la intención de convertir en éticos todos los procesos de agresión. La legalidad ha sustituido al derecho y los torpes argumentos circunstanciales empobrecen hasta la raíz el discurso moral. Una decisión de violencia y menosprecio ensombrece la actividad de las instituciones, pobladas de sujetos que han reducido el valor de la eficacia a una despreciable pretensión de justicia. El paisaje es desolador. Ahora mismo la nación vasca asiste a una bárbara exhibición de persecuciones tan groseras como elementales. El aire vasco está poblado hasta la náusea de restricciones y exhibiciones de un poder destructor de todo intento de vida realmente nacional. Se gobierna -más exactamente se manda, se ordena- desde una lejanía extranjera y se exhiben las decisiones políticas como un pretendido arte de razón que hace más dolorosa la práctica opresora. Ni siquiera se emplea un cierto pudor en las formas externas. Incluso gentes del país maltratado se unen al iracundo ataque externo por medio de tosquedades intelectuales que arruinan cualquier tipo de entendimiento social, convirtiendo en frenético roce con ira todo acercamiento. Las medidas tomadas por los gobernantes, con asoladora negación de cualquier cosa anteriormente realizada, y las atropelladas operaciones de limpieza en cuerpos e instituciones declaran la pobreza moral y humana de las iniciativas que se amontonan con urgencia en el desahucio de lo vasco. Todo resuena con oquedad y declara una voluntad incapaz de entendimiento con lo genuinamente euskaldun.

Pero ¿a dónde se pretende ir con este tipo de actuaciones? Contrariamente a lo que creen sus protagonistas, el ejercicio de tal política a gavilla a la gente vasca y la refuerza en su voluntad de resistencia. La violencia ejercida para ordenar, desordena hasta límites dolorosos. Pretender la destrucción del nacionalismo euskaldun mediante una violencia continuada y áspera supone desconocer la historia y desenvolvimiento de la llamada cuestión vasca. Incluso esa política de acoso desvela en sus protagonistas una ignorancia profunda acerca de los valores morales que pueblan el espíritu vasco. Esto es, tal política confirma su ajenidad a la realidad popular de Euskadi. Es una política recibida por la mayoría vasca como una ocupación que garabatea mal lo pretendidamente útil sobre lo esencial. Resulta vano, y lo que es peor, resulta radicalmente inconveniente sostener que Euskadi ha llegado hasta hoy cabalgando sobre ruinosas políticas pobladas de un insensato nacionalismo. No es sano para el equilibrio social ocultar que Euskadi o Catalunya son pueblos que han intentado en el área peninsular protagonizar el único intento real de modernidad en el marco del Estado español. Si quienes gobiernan hoy quieren asir en su mano el pragmatismo utilitario como baza propia cabe decir que ese pragmatismo revela la falsedad de lo que ha sido y es el discurso español. España sigue siendo agresivamente rural en su espíritu y decididamente barroca en su discurso vital. Digamos de paso que ese discurso ha sido exportado acusatoriamente con la práctica de acciones explotadoras de la banca y grandes empresas en Sudamérica. Con ello ha vuelto a empeorarse el recuerdo histórico.

Pero la cuestión no puede reducirse a esta constatación de la fibra antimoderna de España. Eso es cosa vista. La cuestión es cómo se va a salir de este intrincado bosque de lianas y aguas pantanosas. No se saldrá incrementado la cacería en esas aguas, por más que se pueblen de cocodrilos colaboracionistas. Madrid ha de superar esas batallas ganadas y esa guerra perdida mediante una reflexión profunda acerca de lo que significa la libertad como material básico para la construcción de una sociedad más habitable. Si se diese en Madrid algún tipo de gobierno intelectualmente ordenado sería rápido, creo, superar la dolorosa violencia existente. Pero queda una última pregunta: ¿es deseada en profundidad esa superación, que obligaría a un honrado diálogo inter pares y con aceptación leal de resultados? La pregunta es ya patrimonio común de unos y otros; pero no lo es aún la posible respuesta.

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