jueves, 29 de octubre de 2009

La pobreza del horizonte

por ANTONIO ALVAREZ-SOLÍS


No parece apropiado atribuirse sabiduría alguna si se sostiene la tesis de que la calidad o trascendencia moral del objetivo perseguido determina el valor intrínseco de la propuesta. En esta fase histórica es notoria la pobreza del horizonte político, debida precisamente a la baja calidad moral o intelectual de las propuestas y afirmaciones que se formulan desde los diversos poderes en torno a los conflictos que nos sobrecogen. En la mayoría de las ocasiones si se analiza la base de la propuesta se deduce que la continuidad del poder es el objetivo único y perfectamente perceptible en las proposiciones que se sostienen. De todas formas ese poder no está vacío de ambición ideológica; no es un poder hueco. Le alimenta una pretensión de sociedad vertical preñada de un autoritarismo que llega a ser brutal. Yo definiría esa pretensión como fascista dada su carencia de respeto hacia el ser humano; en una palabra: su deshumanización. Con ello llegamos a una conclusión desoladora: el dirigente político que conduce esa política aparece como un ser al que repugna el contraste ideológico, un dirigente que carece de capacidad dialéctica con el entorno y dispuesto siempre a la violencia que quiere redimir con sus símbolos institucionales. La violencia sin símbolos institucionales es terrorismo; la violencia revestida de esos símbolos es orden. El pensamiento deshumanizado, que ahora desciende de la cumbre, puebla la vida social de barbarie que no por estar reglada deja de ser barbarie. Una barbarie hecha de un poder que contamina a los individuos.
Sobre este asunto escribe Franco Fornari en su libro «La desmitificación de la paz y de la guerra»: «En tanto el hombre siga refugiándose detrás de esquemas de pensamiento deshumanizado se sentirá protegido no sólo contra la angustia y el remordimiento, sino también contra la necesidad de participar en el tipo de acción social y en la responsabilidad administrativa que podría tener un efecto significativo (en términos de reasunción de valores) sobre el futuro individual y social». Pregunta clave ante esta situación: el poder actual ¿funciona realmente con un pensamiento empapado de futuro o es una simple expresión de fuerza para perpetuar la inmovilidad?
Teniendo en cuenta la sed de permanencia en el poder comprendo perfectamente que en Euskadi el lehendakari López quiera presentar el inmovilismo del modelo actual como una dinámica de futuro, ya que sabe que este inmovilismo en el que se ha instalado incrementará el enfrentamiento en el territorio vasco. Hay que buscar la propia salida del problema. El Sr. López sabe también que no puede apoyarse en el Estado. En la época presente el amparo de los estados no es ya posible dado su descrédito y desgaste. Esos estados han apostado por el todo o nada y no pueden supervivir cediendo partes sustanciales de su soberanía.
Ahora bien, esa dinámica de futuro con que presenta el Sr. López su gobierno queda desacreditada por el lenguaje con que pretende transmitirse. Son frases que fingen movimiento desde una serie de contradicciones insalvables, entre ellas la mortal contradicción interna de la inmovilidad. Es decir, frases retóricas. Quizá esto último se vea más claro si se disecan algunas de estas frases, que pertenecen al discurso con que se celebró en la Lehendakaritza el 30º aniversario del Estatuto de Gernika. De ese Estatuto asevera el lehendakari que es «el instrumento que garantiza nuestro derecho a decidir». Pero a continuación el Sr. López empobrece esta aserción con su aclaración sobre cómo interpreta este derecho, que es definido como la «capacidad... para decidir sobre la práctica totalidad de las cuestiones que afectan a los ciudadanos», lo que limita esa capacidad de decisión a la administración de obras y servicios que siguen incardinados en la superior soberanía del Estado. El lehendakari habla, pues, de una descentralización que no roza siquiera la gran cuestión del ser vasco, que es precisamente lo que motiva la dialéctica profunda en torno al derecho a decidir. El poder del lehendakari es así un poder vicario que se agota en la circulación de cercanías.
Otra frase de su discurso choca violentamente con la realidad: «Nadie desea imponer ideas o identidades para uniformar al país». Aquí la dispersión de posibilidades de interpretación se produce multitudinariamente. El nacionalismo real, o sea, soberanista y que trabaja realmente por el soberanismo, no pretende imponer identidad alguna sino que solicita estrictamente el reconocimiento de esa identidad, que existe ya en una nación histórica, antropológica y sociológicamente probada. Pero es que, además, esa identidad no arrastra uniformidades en torno al pensamiento político y moral de los ciudadanos, salvo la exigencia de que cualquier pensamiento político pueda ser expresado libremente como pensamiento vasco. Incluso el unionismo podría vivir con toda eficacia en el marco de una Euskadi liberada del Estado español. La Euskadi libre sería inevitablemente un país con todo el abanico concebible de voluntades. El derecho al sufragio libre haría libre a Euskadi.
Si lo anterior se entiende en su cabal forma de nación=soberanía no se puede sostener tampoco la afirmación del Sr. López de que quiere gobernar para que exista «un pacto entre vascos diferentes que decidan vivir juntos respetando esas diferencias». La frase es de una oquedad inmensa. Suponer que la diferencia radical -ser o no ser- ha de saldarse mediante un pacto equivale a sostener que la sociedad como tal exige nada menos que una tensión pactista permanente. Es decir, que hablamos de «un vivir juntos» en constante riesgo de ruina. Más aún, hablar de ese pacto es admitir que la situación vasca equivale a un roce continuo de placas tectónicas, con el peligro cotidiano de mortales seísmos. Una nación no está hecha con el absurdo de habitantes nacionales y no nacionales. Eso es un Estado, no una nación. Ser vascos no puede reducirse a un hecho administrativo en cuyo marco censalmente se es español y, emocionalmente, vasco.
A mí me gustaría que el lehendakari actual releyese su texto conmemorativo para meditar con calma su estructura interna. Por ejemplo, hay afirmaciones que cuestionan su voluntad de estar en línea con el Partido Socialista de España. Dice el Sr. López, refiriéndose a la posibilidad de abrir el Estatuto a nuevos aires, que «en política no hay textos sagrados intocables». Ahí sí que habla para tantos vascos que buscan su propio texto, pero se enfrenta, a la par, con los suyos, que colocan sobre toda ideación la caperuza constitucional, la bolsa de plástico que ahoga al aspirante. O sea, la frase debería ejecutarse en la realidad solicitando el cambio constitucional necesario para reconocer sin asfixia la posibilidad del separatismo o, al menos y por lo pronto, la consulta autodeterminatoria. Si el lehendakari actual piensa realmente eso de que «no hay textos sagrados intocables» debe dirigirse a Madrid y no a los vascos, a no ser que se trate de vascos estrictamente censales o renunciantes a su etnicismo para consolidar sus poderosos intereses en el marco del modelo dado.
Yo estoy asimismo de acuerdo con el lehendakari actual en otras frases, como esa final en que proclama que «las cosas no se deciden de una vez para siempre». Pero la frase depende de su aplicación para no resultar abstracta e indeterminada. Pensamientos de este calibre no son nada valiosos si quieren enfrentar, por ejemplo, una vasquidad transitoria y una españolidad inmodificable. Porque si las cosas no son para siempre tampoco deben impedirse para siempre. En definitiva, el discurso conmemorativo parece apropiado para una sociedad muy teórica, muy de laboratorio, lo que no es el caso de Euskadi.

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