lunes, 23 de noviembre de 2009

Naciones y No-naciones


José María Chacón


El gobierno español ha comenzado a filtrar pequeñas dosis del próximo dictamen del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatuto catalán. Como para ir abriendo boca, tal vez para evitar que su decisión, inoculada en la sociedad catalana en una única dosis de gran impacto, provoque un tsunami de consecuencias impredecibles, el periódico El País, erigido en portavoz oficioso del gobierno una vez más, dejaba caer ayer que el TC prevé cargarse la cualificación de Catalunya como nación. Una cualificación que ni siquiera aparecía en el articulado del Estatut, sino en el preámbulo, para evitar suspicacias y problemas con el rancio nacionalismo español que practican PSOE y PP...

Pero ni por esas. El jacobinismo español no transige ni con ese brindis al sol. Lo del acuerdo entre diferentes nace y muere en el ecosistema propagandístico del nacionalismo español. No hay vida más allá del discurso nacional hispano.

En la "España Plural" de Zapatero y Rajoy no hay diferencias nacionales por la misma razón que en el Irán de la revolución islámica no hay homosexuales: porque la ley lo prohíbe.

Para la Constitución española sólo existe una nación, la española. Por tanto, que desde Euskadi y Catalunya se pretenda que una simple remodelación estatutaria, sin tocar un ápice el texto constitucional, permita incluir la existencia de las naciones vasca y catalana, y que a partir de ahí se deriven las oportunas consecuencias en el status quo para estos colectivos, es simplemente un autoengaño.

Esa es la gran trampa del nacionalismo español, en la que están cayendo ingenuamente los partidos que representan a las mayorías sociales vasca y catalana: cualquier norma que pretenda el reconocimiento de la existencia de las naciones vasca y catalana sin una reforma constitucional está condenada al fracaso. Si los partidos vascos y catalanes aceptan buscar el acomodo legal de sus naciones en la legislación por debajo de la Constitución, están aceptando su derrota de antemano. PP y PSOE no tienen más que remitirse en todo momento a la intocable Constitución Española, que sólo ellos tienen la potestad de cambiar, y con el argumento de "cumplir la ley", aplastarán a su conveniencia cualquier intento de reconocimiento nacional.

En este sentido, Manuel Castells establece claramente lo que caracteriza a un estado democrático del que sólo lo aparenta o no lo es en absoluto. Así, distingue entre "representatividad" o "dominación". La primera haría referencia a aquel sistema que en primer lugar busca un acuerdo entre las distintas sensibilidades sociales para luego trasladar el acuerdo al acervo legal, de manera que las instituciones resultantes representarían a tales diferentes sensibilidades en la medida en que gobernarían aplicando una ley que es el resultado del acuerdo inicial.

La segunda, por contra, haría referencia a un sistema en el que intencionadamente se deja fuera del acuerdo inicial a una o varias sensibilidades divergentes. Al hacer esto, el acervo legal no recoge las propuestas de estos colectivos apartados, de manera que las instituciones de aquel emanadas son vistas por los segregados como instituciones ajenas -que no los representan-, y su aplicación de la legalidad vigente se percibe por estos colectivos como una imposición. A esta fórmula, Castells la denomina "dominación institucional", y asegura que una consecuencia inevitable del recurso a esta fórmula de gobierno es la inestabilidad política y social.

La propuesta de Castells es de aplicación inmediata en nuestro caso. Los acuerdos iniciales que dieron lugar a la redacción de la vigente constitución española dejaron de lado a quienes, perteneciendo a la fuerza al estado español, detentaban una identidad nacional no española (recuérdese cómo se ha quejado siempre el PNV de que fue intencionadamente dejado fuera de la ponencia constitucional).

La consecuencia inevitable de esta situación es que la actuación de las instituciones españolas es percibida desde Euskadi y Catalunya como la imposición de un poder ajeno, lo que Castells denomina como una "dominación institucional", es decir, la utilización de las instituciones del estado como martillo para imponer su voluntad y acallar la disidencia, por parte de los poderes que controlan el Estado.

La consecuencias que podemos extraer de este análisis son varias. Una, que vía renovación estatutaria no se va a normalizar la situación. No es posible que un nuevo estatuto solucione el problema cuando el problema es identitario y la Constitución intocable prevé el reconocimiento únicamente a la nación española. Ante cualquier demanda en este sentido desde Euskadi o Catalunya la respuesta del nacionalismo español será la ya conocida: imponer la legalidad democrática, por las buenas o por las malas, y criminalizar como enemigo de la democracia a cualquiera que se atreva a protestar. No hay salida.

En este sentido, la estrategia del nacionalismo español respecto a los rebeldes vascos y catalanes ha sido muy clara desde la Transición: comprar el silencio de quienes se sienten identitariamente diferentes mediante la oferta de competencias descentralizadas. Eso sí, con unas condiciones que dejan la decisión última sobre tales competencias en manos de los mismos que controlan el estado, de forma que puedan moldear a su gusto el status quo y, en su caso, liquidarlo. El resultado de esta estrategia ya lo conocemos en Euskadi, y más que lo vamos a conocer en este momento, con un gobierno PSOE-PP.

La segunda consecuencia que podemos extraer es que si existe en alguna parte una verdadera voluntad de evitar la inestabilidad que genera el problema identitario, la vía que ha de tomarse es la de conseguir un sistema de gobierno realmente "representativo" en los términos de Manuel Castells. Es decir, alcanzar un acuerdo que incluya a quienes detentan una identidad nacional diferente (un verdadero acuerdo entre diferentes); a partir de ahí generar una nueva legalidad y de ella, a su vez, unas nuevas instituciones que, por fin, sean consideradas como realmente representativas por todos los implicados.

La tercera consecuencia a extraer es la convicción de que la última palabra la tienen las ciudadanías vasca y catalana. Y desde luego, no ETA. Me explico.

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