miércoles, 2 de diciembre de 2009

Democracia

JOSEMARI RIPALDA FILÓSOFO



Democracia, democracia... Oigo hablar tanto de democracia a gente a la que me siento unido, a la que visito en la cárcel, en cuyos periódicos he escrito, con y por quien he salido a la calle... Oigo pedir democracia, reclamarla, luchar por ella, porque la democracia es una especie de ideal compartido, de realidades también, eso sí, difíciles de determinar aparte de mínimos institucionales como elecciones, pluralidad de partidos, Parlamento; ya entrando en zona más turbia, derechos humanos (¿quién los interpreta? ¿el que los garantiza, es decir, el estado?). Democracia, es, pues, una palabra para entenderse y para no entenderse. Una palabra que requiere traducción en el propio idioma, y una traducción que no puede ser unívoca, sino el mismo lugar del conflicto
Pongamos por caso que los hombres debamos reconocernos como egoístas, corruptos, brutales, el más peligroso de los animales. Esta visión, típicamente conservadora, insistirá en la (in)seguridad ciudadana, la defensa armada, la obediencia al Leviatán estatal como contrapartida de su protección. La visión progresista, en cambio, nos presentará como naturalmente buenos y sensatos, el estado será la administración de lo común, o bien el cuidador de nuestro bienestar e incluso anticipador y promotor de un bienestar mayor y más justo (la socialdemocracia europea).
Ninguna de las dos visiones, la verdad, resulta muy convincente, ambas presentan una larga estela de desaguisados tras de sí. Pero ambas profesan un rasgo común, la exigencia de soberanía para el estado, su único detentador. En un caso será para proteger absolutamente a sus súbditos, en el otro para constituir la garantía absoluta de su bienestar. Es así como en la Constitución española han podido coincidir ambas concepciones, la conservadora y la progresista, si bien en celebración del santo patrón Carl Schmitt por los profesores Fraga y Herrero de Miñón, asistidos a su vez por monaguillos de izquierda algo despistados.
Schmitt insistió en que lo político no tiene que ver ni con lo ético ni con lo económico, pues debe ser tomado como un ámbito propio con su normatividad específica. Este cinismo de lo político, sin embargo, no se ha limitado al pensamiento conservador; habría que decir que es ampliamente compartido por el poder estatal también de izquierdas. Así se entiende también la indignación de Schmitt por el discurso ético en política, al que tacha de espantoso («schrecklich»). Porque, según él, hay algo aún más espantoso que tratar mal a otros hombres: es utilizar lo humanitario como coartada para el genocidio en nombre de la excelencia de los propios principios éticos y de la falta de ellos en el enemigo, que inmediatamente queda así bajo el nivel mínimo de la humanidad. Esas guerras no declaradas que pretenden ser sin odio e incluso sin agresión formal, en que, por ejemplo, los niños del enemigo son escudos humanos (ellos mismos ilícitos y, de nuevo, criminales), en que a los militares muertos en misión se les condecora con distinciones de tiempo de paz (caso del ejército español ocurrido en Afganistán), esas guerras «humanitarias», son para Schmitt ilegales, terroristas; no así la guerra abierta y formal, declarada de estado contra estado.
Este alegato que he parafraseado es cristalinamente teórico y aun así más plausible en su vertiente crítica que en su propuesta positiva. Porque hoy, sin ir más lejos, la guerra es el acto de terrorismo más brutal (y más aceptado) contra la población civil. Pero la contaminación, que indigna a Schmitt, de su tajante esquema con discursos éticos infiltrados del sector progresista tiene su razón de ser en su propio planteamiento. Así, cuando el estado se encuentra con que su pretensión absoluta de soberanía no es aceptada en su propio interior, Schmitt propone el estado de excepción; pero éste genera un alto coste político y parece adecuado sólo para casos coyunturales; ahora bien, los estados actuales disponen de nuevos recursos policiales y jurídicos, y... del discurso ético, instrumentado con los grandes altavoces a disposición estatal. Es la magnitud de esta última operación la que pudiera ejemplificar mejor en su vacuidad retórica no sólo la violencia invasiva del estado, sino también su extrema debilidad interna.
De hecho tampoco las relaciones entre los estados pueden seguir caracterizándose como lo hacía Carl Schmitt -y el mismo Hegel- en la era de los estados nacionales. Ahora los estados se apoyan en redes que hacen recordar como precedente la Santa Alianza decimonónica, y el mismo derecho soberano a la guerra entre estados está puesto en cuestión. La soberanía, en efecto, se hace compartida. Ya Felipe González nos advertía, lavando alguna de sus mayores tropelías, de lo limitado de la soberanía nacional. Pero esa limitación no sólo afecta formalmente a los estados, ni sólo a situaciones de dependencia casi imperial entre ellos, sino a su relación con los «poderes fácticos», la constitución implícita o interna, como se dice en ciencia política. Hay una razón poderosa, que Schmitt se negaba a considerar, para afirmar a toda costa la soberanía absoluta del estado: su función de servicio a los intereses consolidados más fuertes, la reserva de la política a círculos políticamente informales, pero efectivamente políticos, el hecho de que la política formal no dé cuenta de la política real.
La soberanía absoluta, sin reservas, es un mito. Para horror de Schmitt, su afirmación absoluta puede llegar a convertirse en criminal y los soberanos ser enjuiciados internacionalmente. Es más, el estado no parece su único sujeto posible. Habrá que preguntarse entonces si el estado profesa esa exclusividad de su soberanía sólo por mantener la formalidad política, o si no será más bien por obedecer a poderes reales sin formalidad política.
Y cuando, como en España, el Estado recurre crónicamente a la ingeniería jurídica, a la tortura y a encarcelamientos ya masivos bajo pretexto -implementado mediáticamente- de lucha antiterrorista, cuando exige la toma de partido explícita contra sus declarados enemigos internos, es cuestión de pensar no sólo en posibles atavismos imperiales e inquisitoriales, sino de preguntar, según la máxima criminalista cui bono, por quién lo hace, desde luego más allá de la formalidad solemne de un Estado que apenas suscita credibilidad.
Una soberanía divisible es algo que Schmitt no podía ni pensar; pero tampoco lo han hecho ni el marxismo ni el republicanismo, que guió las revoluciones americanas contra el despotismo, sea v. g. «la revolución bolivariana» o la «revolución cívica» en Ecuador frente a la soberanía indígena -sui generis, si se quiere, pero real- ignorada sistemáticamente. Tampoco una Constitución que en España dejó todo «atado y bien atado» puede admitir «cesiones» de soberanía, que el Estado de las autonomías sólo simula bajo descentralización administrativa. Para salir de la mentalidad del Ancien Régime hay que pensar la soberanía como un acuerdo complejo, multidireccional y flexible, conforme a diversas «soberanías» específicas. Sólo entonces la política formal dispondrá de la posibilidad de acercarse a una política real que no sea simplemente la de un clan de poderosos. Casi ni podemos imaginarlo. Hasta tal punto llegan el miedo y la desesperanza. Pero sin eso la democracia es sólo el modo político de dominación del capitalismo y de un capitalismo con rasgos feudales. El género humano, como dijo Rousseau en «El Contrato Social», se reduce así a un centenar; el resto se halla «dividido en rebaños, cada uno con su jefe, que lo cuida para devorarlo».
Nuestra pequeña lucha sólo tiene aliados pequeños; pero no es pequeña.

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